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16 de febrero de 2012

Lecciones de la larga huelga estudiantil en la UNAM, ¿aprendimos algo?

Dicen que el tiempo suaviza aristas. En materia de movimientos estudiantiles parece cumplirse esa sentencia. Hoy el conflicto estudiantil de 1929 se reconoce como la saga por la autonomía, el de 1968 como el origen de la transición democrática del país, y el de 1986 como un detonador de la reforma universitaria. En parte es cierto, aunque también es verdad que cada una de esas movilizaciones presenta facetas que no es fácil encasillar en una sola característica u objetivo, en torno al cual, supuestamente, se hubiera unificado el interés de todos los participantes.

Los movimientos estudiantiles, casi por definición, son procesos sociales complejos, intensos y sumamente dinámicos. En torno a ellos es difícil decir la última palabra. Con todo, la movilización estudiantil articulada en torno al Consejo General de Huelga (CGH) de 1999-2000, que mantuvo paralizada la vida académica de la UNAM por casi un año, se presenta como un fenómeno histórico que aún no ha sido cabalmente asimilado en la autopercepción de la institución, y sobre el que se conservan preguntas sin respuesta y responsabilidades sin autor.

Por estas fechas se cumplen trece años del inicio del movimiento cegeachero y doce de su final. A pesar de haberse resuelto las demandas originales -cancelación del esquema de cuotas de matrícula escolar aprobado por el Consejo Universitario por iniciativa del rector Francisco Barnés de Castro, y deslinde de la UNAM del examen de admisión administrado por el CENEVAL-, ni el movimiento estudiantil se autoproclamó victorioso, ni las autoridades universitarias, salvo raras excepciones, expresaron declaraciones triunfalistas luego de la recuperación de las instalaciones mediante la intervención de la fuerza pública federal. Aparentemente nadie ganó, todos perdieron un poco o mucho, lo que explica el general desánimo, incluso un franco desinterés por la política universitaria, de las comunidades académicas al retomar la cotidianidad académica.

El origen de la propuesta de cuotas son claros dos elementos. De un lado la aguda constricción financiera sobre las universidades públicas durante la segunda mitad de la década de los noventa. Medido en pesos constantes de 1993, el presupuesto federal para educación superior tuvo el siguiente comportamiento: En 1994, último año de la administración de Carlos Salinas de Gortari, el presupuesto ascendió a 8 mil 593.6 millones de pesos; en 1995 fue de 7 mil 232 millones, en 1996 de 7 mil 31 millones y en 1996 de 7 mil 13 millones. A partir de 1997 la tendencia descendente se invierte, se logra alguna recuperación y el gasto aprobado para 1999 ascendió a 7 mil 212 millones de pesos y el de 2000 a casi 9 mil millones de pesos.

La leve recuperación después de 1997 no irradió sobre la UNAM. Más bien lo contrario. En la Memoria UNAM de 1998 se consignan con precisión las dificultades financieras por las que atravesaba la institución en ese momento: “En 1998 (se) vivió un año de fuertes restricciones financieras. El presupuesto de egresos de ese año, aprobado por el Consejo Universitario, fue de 8 mil 39 millones de pesos, que significaron un incremento de 24 por ciento respecto de 1997. El 90 por ciento del presupuesto lo constituyó el subsidio del gobierno federal, 3 por ciento los fondos del programa UNAM-BID y 7 por ciento los ingresos propios de la institución”. Hoy pudiera entenderse que un incremento de 24 por ciento sería de consideración, tómese en cuenta, sin embargo, que para aquel año la negociación salarial de la UNAM fue pactada en 20 por ciento.

Por otra parte, continúa la Memoria, “la universidad experimentó un recorte de 175 millones de pesos en el subsidio federal como consecuencia de la caída de los precios del petróleo”. Después de enunciado el problema, el texto del rector concluye: “ya en otras ocasiones lo hemos expresado con claridad: deseamos contar con más recursos económicos provenientes de diversas fuentes —gobierno federal, egresados, sectores productivos, alumnos—, para hacer realidad el ideal de una educación de excelencia para todos.”

A principios de 1999 el rector Barnés circuló una primera propuesta de aumento de cuotas. En esta se anticipaba incrementar la colegiatura anual en bachillerato a mil 360 pesos y en licenciatura a 2 mil 40 pesos, lo que representaba 30 y 20 salarios mínimos respectivamente. Al cabo la propuesta disminuyó a 20 y 15 salarios mínimos, con la aclaración de que esos montos serían crecientes al quedar indexados al indicador de salario mínimo vigente en el Distrito Federal. El discurso que el rector Barnés pronunció ante el Consejo Universitario el 11 de febrero de 1999, titulado “Universidad responsable, sociedad solidaria”, amén de anunciar el sustancial aumento de cuotas a partir del siguiente ciclo escolar, justificaba la propuesta principalmente mediante el argumento de que la mayoría de la población estudiantil contaba con un poder adquisitivo suficiente para solventar el gasto correspondiente. Ese fue el punto de arranque de la movilización.

Aunque la propuesta de Barnés de Castro fue respaldada por la mayoría de los cuerpos colegiados de la Universidad, por prácticamente todos los funcionarios de su administración y por no pocos académicos en funciones, lo cierto es que la reacción de los estudiantes fue inmediata y contraria a las pretensiones de la rectoría. Los estudiantes encontraron simpatía en parte de la comunidad académica y entre los trabajadores sindicalizados. La huelga comenzó el 20 de abril de 1999 y se prolongó hasta el 6 de febrero del año siguiente, día en que la Policía Federal Preventiva, de reciente creación, recuperó las instalaciones. A más de una década de distancia no hay nada que celebrar pero sí un tema que amerita reflexión con la ventaja del tiempo transcurrido.

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