El año que comienza, primero de la segunda década del siglo XXI, trae consigo
una densa carga simbólica. Año del Bicentenario de la Independencia, del
Centenario de la Revolución, del centenario de la universidad moderna en México
—por la refundación de la Universidad Nacional en 1910—, entre las más
significativas conmemoraciones. Año también que marca el arranque práctico de la
segunda mitad de la gestión gubernamental del presidente Felipe Calderón
Hinojosa y, de algún modo, el inicio de la carrera hacia las elecciones
federales de 2012.
A estas alturas el ánimo conmemorativo, si es que lo hay, está empañado por
las difíciles condiciones que atraviesa la economía del país y por sus graves
consecuencias sociales. Pese a algunos síntomas de una posible recuperación de
los indicadores macroeconómicos, lo cierto es que ni las finanzas públicas ni la
economía productiva ni el empleo ni las condiciones de acceso a los sistemas de
seguridad social muestran signos claros de reactivación. Peor aún, enero
comienza con una alarmante posibilidad de inflación, debida a los aumentos de
precios en combustibles y varios bienes de la canasta básica, combinada con
incrementos en impuestos y derechos. Esta mezcla (precios más altos y mayor
carga impositiva) augura condiciones críticas, difíciles de remontar, para la
economía de las familias.
Sin menoscabo de los logros obtenidos en el combate a la delincuencia
organizada, es evidente que la problemática de la violencia está lejos de haber
cedido, más bien da la impresión contraria: la violencia tiende a instalarse
como parte de la realidad cotidiana a lo largo y ancho del país.
Un elemento esencial en la crisis de hoy es la injusta, a la vez que temible,
carencia de opciones de ocupación para los jóvenes, incluso para los mejor
formados y más preparados. Esta condición, que en cierto sentido es nueva, al
menos por su gravedad, en la historia contemporánea del país, tiene
implicaciones complejas. Sin duda, es el factor detrás de la ininterrumpida
oleada migratoria de jóvenes mexicanos a Estados Unidos. Probablemente es una de
las causas del engrosamiento de la base social de la economía ilegal y la
violencia y, sin duda, será un elemento crucial en la definición política de la
nación en los próximos años.
La actual Presidencia de la República ganó las elecciones de 2006 por la
oferta de mejorar las condiciones de empleo y de remontar la crónica incapacidad
de generar nuevas ocupaciones. Hay razones para explicar por qué esa propuesta
no se ha cumplido y tal vez no se cumplirá en lo que resta del sexenio. Pero no
son suficientes, políticamente hablando, para evitar la percepción popular de un
fracaso de la administración en este punto clave. Desde los primeros años del
sexenio, el diagnóstico gubernamental sobre los problemas críticos del país pasó
del tema económico al tema de la violencia sin advertir la probable conexión
entre las dos esferas. Hoy los resultados están a la vista y no pueden
soslayarse con campañas mediáticas.
Una de dos: o mejoran ostensiblemente las condiciones sociales de la
población, en particular la ocupación de los jóvenes, o la alternativa política
de centro-derecha cederá inevitablemente ante el peso de las expectativas
decrecientes. Los ejemplos de elecciones recientes en los estados de la
república, así como diversos procesos electorales en el plano internacional, son
muy elocuentes de esta tendencia.
Una alternativa, necesaria aunque quizá no suficiente, es el refuerzo al
sistema educativo del país. Es indiscutible que en la década reciente se han
registrado avances, pero también se han perdido valiosas oportunidades. En el
terreno de la educación básica, el empeño por sostener la alianza con el
sindicato de los maestros muestra síntomas de agotamiento y desgaste: las
medidas intentadas aún no muestran resultados palpables, ni en el plano de la
reforma curricular ni en el dominio de los resultados de aprendizaje, ambos
elementos de la apuesta colocada en la plataforma de coordinación SEP-SNTE.
Por su parte, el potencial de la reforma del bachillerato espera aún la
prueba de fuego de la implementación, y las nuevas rutas planteadas en el nivel
de la educación superior están todavía a la espera de resultados que convenzan
de una dinámica de cambio. Sin duda, redoblar el paso de las políticas enfocadas
a mejorar la calidad educativa, afirmar condiciones de acceso, permanencia y
éxito en los estudios, asegurar una mejor distribución territorial de la oferta
para combatir la desigualdad educativa, deben marcar el rumbo de la política
educativa para la segunda mitad del sexenio.
En fin, lograr que los jóvenes accedan y permanezcan en los centros
educativos se presenta como una opción para atenuar los dramáticos efectos del
desempleo. A la par, se requiere explorar todas aquellas vías que abran
posibilidades de ocupación y trabajo a este amplísimo segmento de la población.
No es fácil, pero de ello depende, en el plazo inmediato, la recuperación del
país. Y en este caso no hay plan B.