Los resultados de la jornada electoral del domingo pasado, si bien no fueron
sorpresivos, implican una nueva correlación de fuerzas en la escena política
nacional. En particular, en el ámbito legislativo federal, en los 14 congresos
estatales que renovaron bancadas, así como en las seis entidades federativas en
que se eligieron nuevos gobernadores.
A reserva de conocer los resultados
finales de las entidades federativas, todo lleva a pensar que en el ámbito
federal y en los estados el Partido Revolucionario Institucional (PRI) tendrá
condiciones de acción y de negociación para incidir en el rumbo político del
país en prácticamente todas las áreas y niveles de decisión del gobierno.
En juego está, no hay que olvidarlo, la posibilidad de que el PRI retome a
partir de 2012 la Presidencia de la República. Ello dependerá no sólo de la
actuación de sus legisladores y gobernadores, sino del tejido de alianzas y de
la construcción de proyectos que consigan articular en los próximos años. La
necesaria acumulación de fuerzas para disputar la titularidad del Ejecutivo y la
mayoría del Congreso dentro de tres años enfrenta al PRI a la tarea de concertar
con múltiples actores y grupos de interés la idea de un proyecto nacional
distinto y renovado.
Para el Partido Acción Nacional (PAN), el escenario que se abre es
extraordinariamente complejo. Para apoyar las iniciativas del Ejecutivo en la
Cámara, se verá obligado a una constante negociación con todas las fuerzas
opositoras, desgastando en el proceso la opción de preservar su posición como
fuerza política dominante en la estructura de gobierno. Y la izquierda se verá
obligada a optar entre una fragmentación políticamente destructiva, inviable en
la disputa presidencial, o por un acuerdo práctico. En este último escenario el
tiempo juega en contra, naturalmente.
Así las cosas, el nuevo escenario ofrece oportunidades y riesgos para todos.
En el caso del sector universitario, la más próxima y significativa señal estará
marcada por las decisiones que se tomen respecto del presupuesto 2010, cuya
iniciativa se entregará a la nueva Cámara de Diputados el próximo septiembre.
A estas alturas, las previsiones sobre las finanzas públicas del próximo año
son desalentadoras. Las estimaciones más conservadoras sobre la
caída del PIB nacional en 2009 se ubican en torno de la cifra de -5 por ciento y
la eventual recuperación del precio del petróleo no parece suficiente para
paliar el déficit previsto. No está a la vista una solución fiscal que tuviera
efectos inmediatos, y las reformas del régimen de pensiones (IMSS e ISSSTE)
difícilmente contribuirán a revertir, a corto plazo, el escenario negativo. Está
muy difícil, para acabar pronto.
La cuestión es: ¿se decantará la Secretaría de Hacienda por la disminución
del presupuesto para educación superior, a sabiendas del riesgo de legitimidad
que implica golpear al sector universitario, o bien optará por abrir vías de
negociación para concertar alguna solución mutuamente satisfactoria en la medida
de lo posible? En los últimos años, la instancia generadora del proyecto de
Presupuesto de Egresos de la Federación ha optado por respuestas exclusivamente
técnicas, es decir, por ofrecer una base de recursos acorde a la perspectiva
anual de ingresos fiscales sin preocuparse por el efecto político de las
decisiones. En todo caso, dejando a la dinámica del debate parlamentario el
margen de decisión sobre aumentos o recortes al gasto público.
Cada año, ello ha obligado al cabildeo del sector universitario con los
legisladores y con la SEP sólo para mantener una tendencia de aumento
presupuestal acorde con las proyecciones de crecimiento de la matrícula y para
satisfacer objetivos de mejora de calidad acordes con el programa sectorial. ¿La
fracción del PAN apoyará, en su caso, la iniciativa de Hacienda o respaldará a
las universidades en la negociación?, ¿la mayoría del PRI se pondrá la camiseta
del Ejecutivo o la de las instituciones de educación superior para mejorar el
presupuesto?
Estos dilemas, cuyo desenlace indudablemente marcará rumbo en la construcción
de las alianzas entre los partidos y las universidades, tendrán también
presencia en los congresos de los estados. Conviene recordar que la tendencia de
los últimos años ha sido una creciente participación de los ingresos de los
estados en el financiamiento de las instituciones estatales de educación
superior. Por lo tanto, aquellos ejecutivos estatales que respalden con mayor
intensidad el financiamiento de sus instituciones de educación superior y de
investigación científica conseguirán el rédito político en juego.
Con toda su importancia, el financiamiento no es la única carta en el tapete.
Están también las posibles reformas normativas. Hay, cuando menos, dos
pendientes: la de la educación media superior, cuya ratificación en el Senado no
se ha hecho, que haría obligatorio este nivel de estudios, y el grupo de
iniciativas (en curso de dictamen en la Comisión de Educación Pública de la
Cámara de Diputados) que se refiere ya sea a la aprobación de una ley de
educación superior o bien a la reforma de la Ley de Coordinación de la Educación
Superior en aspectos que competen a la regulación de las universidades privadas,
a la coordinación intrasectorial y a los procesos de evaluación de instituciones
y programas.
En la pasada legislatura estos proyectos quedaron encaminados, pero su
resolución pendiente. ¿Los retomarán los nuevos legisladores para incidir en el
rumbo de la educación superior o preferirán omitirlos? No es fácil anticiparlo
porque, esta vez, en el cálculo político entrará el tema de las nuevas alianzas
ya apuntado.
Sin sobrestimar la importancia de la educación superior y la investigación
científica del país en el tablero de la política nacional, lo mínimo que puede
apuntarse es que para los partidos, en general, y para las fracciones
legislativas, en particular, la construcción de vínculos que favorezcan a las
instituciones de educación superior puede ser un factor estratégico en el camino
hacia 2012. Viceversa, omitir este aspecto implicaría desaprovechar una gran
oportunidad.