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4 de septiembre de 2008

El siglo olvidado de la educación superior en México

En modo alguno, los historiadores han omitido el estudio del siglo XIX mexicano en los campos de la educación superior, la ciencia, la tecnología o las corrientes de pensamiento asociadas a las alternativas políticas que fomentaron u obstaculizaron el desarrollo de estos campos. Al contrario, es más bien profusa la bibliografía y las fuentes primarias que permiten reconstruir el periodo en el ámbito nacional, en los estados e, incluso, en el plano de las instituciones y los sujetos que tomaron parte en el proceso de edificación del sistema de educación superior e investigación científica del país.

¿Por qué entonces hablar de olvido? Porque en un terreno más pedestre, el del imaginario social, aunque también en el discurso autorreferencial de las instituciones universitarias, es común pensar la historia universitaria segmentada en dos grandes etapas: el periodo colonial, en el cual la universidad funciona como una suerte de aparato ideológico de los poderes de la Iglesia y la Corona, y un periodo moderno que se abre con la reapertura de la Universidad Nacional en 1910.
 
La supresión de la Real y Pontificia Universidad de México en el primer tercio del siglo XIX es el hecho en que se apoya esa equivocada, aunque frecuente, percepción de la historia. La universidad del virreinato fue, en efecto, combatida y al cabo suprimida por los gobiernos liberales del diecinueve pero, ¿quiere eso decir que se canceló por un siglo el desarrollo de la educación superior en México? Nada más alejado de la realidad. Durante ese periodo fueron abundantes los esfuerzos de construcción institucional y se sentaron las bases de un sistema nacional.
 
En este texto se ofrece una semblanza panorámica, obligadamente incompleta, de las principales tendencias que articularon la universidad escolástica de cuño colonial y la moderna universidad mexicana, aún en proceso de construcción.
 
Educación superior, ciencia y tecnología en la alternancia liberal-conservadora (1810-1861)
 
Desde el inicio de la vida política independiente, el Estado se preocupó, en la medida de sus posibilidades, por el fomento de las actividades científicas y tecnológicas, así como por la difusión del pensamiento ilustrado. Con fundamento en la Constitución federal de 1824 se creó el Instituto de Ciencias, Literatura y Artes, que tuvo una vida efímera y en realidad sólo estableció un precedente. También la Constitución del 24 estableció, entre las facultades exclusivas del Congreso, la de “promover la ilustración, asegurando por tiempo limitado derechos exclusivos a los autores por sus respectivas obras, estableciendo colegios de marina, artillería e ingeniería; erigiendo uno o más establecimientos en que se enseñen las ciencias naturales y exactas, políticas y morales, nobles artes y lenguas sin perjudicar la libertad que tienen las legislaturas para el arreglo de la educación pública en sus respectivos estados”.
 
Al amparo de esa disposición varios institutos fueron creados en los estados y comenzaron a funcionar de inmediato, como los de Oaxaca, Jalisco y Chihuahua, fundados entre 1826 y 1827, el del Estado de México, en 1828, el Literario y Científico Hidalguiano Tamaulipeco, en 1830, y el Literario de Zacatecas, en 1832. Más adelante los de Coahuila (1838) y Veracruz, en Jalapa, Córdoba y el Puerto de Veracruz, entre 1843 y 1844.
 
Los institutos científicos y literarios constituyen el eslabón que concatena las enseñanzas que se impartían en los colegios en el periodo colonial, con las escuelas de formación profesional que en el siglo XX habrían de dar lugar a las universidades públicas de los estados. En esos establecimientos se concentró la educación media, la enseñanza superior y la instrucción profesional que, en el transcurso del siglo XIX, se limitó prácticamente a los estudios de jurisprudencia, medicina e ingeniería, no obstante que también se impulsaron otros aprendizajes de carácter científico y técnico, como física, matemáticas, botánica, farmacia y química, y también de bellas artes y artes aplicadas.
 
En el movimiento de promoción de la ciencia y las humanidades de ese momento merecen ser mencionados otros tres grupos de instituciones que apuntalaron el proceso de secularización y profesionalización del conocimiento: las academias científicas, literarias y artísticas; los gabinetes y laboratorios, y la prensa científica y literaria que floreció en el ocaso del virreinato y al inicio del periodo independiente.
 
A la época corresponde también la fundación del Museo Nacional. En 1825, Guadalupe Victoria envió un acuerdo al rector de la universidad ordenando que: “Con las antigüedades que se han traído desde la Isla de Sacrificios y otras que existen en esta capital, se forme un Museo Nacional y que a este fin se destine uno de los salones de la universidad, erogándose por cuenta del gobierno supremo los gastos necesarios.”
 
En 1830, con Anastasio Bustamante como presidente, fue promulgada una Iniciativa para la Administración del Museo y Jardín Botánico. En ésta se disponía la formación de un “establecimiento científico que comprenda los tres ramos que siguen: antigüedades, productos de industria; historia natural y Jardín Botánico”.
 
Pese a las iniciativas liberales de los primeros gobiernos independientes, la universidad permaneció en funciones hasta 1833, en que por primera vez se decretó su suspensión. En un bando del 21 de octubre de ese año se instruyó a la Dirección General de Instrucción Pública a que clausurara la universidad por ser ésta "“inútil, irreformable y perniciosa”."

En el periodo inicial de la vida independiente hay una suerte de convivencia entre la tradición universitaria, de corte eclesiástico, y los intentos modernizadores que buscaban la renovación de la enseñanza superior a través de la ciencia y el humanismo laico. De hecho, después de la Constitución de 1824 tuvieron lugar una serie de intentos gubernamentales encaminados a regular tal convivencia. Desde 1830 el ministro conservador Lucas Alamán propuso varias reformas a la enseñanza superior, en que se adjudicaban funciones especializadas a los establecimientos superiores existentes, de manera que el Seminario Conciliar ofrecería las ciencias eclesiásticas; San Ildefonso se encargaría del derecho, ciencias políticas y económicas y literatura clásica, suprimiéndose las comunes al Seminario; el Colegio de Minería se destinaba a las ciencias físicas y matemáticas; San Juan de Letrán a las médicas, y el Museo y Jardín Botánico a las ciencias naturales.
 
En la propuesta de Alamán se dejaban sin modificación las cátedras que impartía la universidad. Aunque el proyecto no fue aplicado por oposición de las cámaras y de los propios colegios, ilustra bien la posición de los gobiernos conservadores y centralistas. La reforma de Mora en 1833, en el marco del gobierno liberal de Gómez Farías (1833-1834), estableció la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito y territorios de la Federación, primer organismo en el cual se concretó la idea de una coordinación general de los establecimientos educativos del país, idea que habrá de recorrer el siglo XIX mexicano en materia de organización educativa.
 
La reforma creó en la capital federal seis establecimientos educativos: estudios preparatorios (que se impartirían en el Hospital de Jesús); estudios ideológicos y humanidades; estudios físicos y matemáticos; estudios médicos; estudios de jurisprudencia y estudios sagrados.
 
No obstante, un año después, Antonio López de Santa Anna restituyó las facultades a la universidad y los colegios, y suspendió la fundación de los nuevos planteles, entre los cuales sólo el Establecimiento de Ciencias Médicas logró sobrevivir. El mismo año se fundó el Instituto Nacional de Geografía y Estadística de la República Mexicana, constituido a instancias de José Gómez de la Cortina, que lo presidió en su origen. En 1839 se inició la publicación de un Boletín, el primero en América en su género. El instituto se encargó en sus primeros tiempos de las tareas de registro censal y de cartografía indispensables para el conocimiento de la población y el territorio; al poco tiempo se constituyó como una sociedad científica, con el título de Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
 
La Biblioteca Nacional data también de 1833, pero desde entonces y hasta la presidencia de Juárez tuvo una vida muy precaria. En realidad, la institución fue vuelta a fundar por Ignacio Ramírez, ministro de Juárez, al término de las guerras de Reforma, y su principal acervo se constituyó sobre la base de los libros incautados a los conventos, iglesias, seminarios, y a la propia universidad.
 
En la Primera República federal (1824-1835) se crearon institutos científicos y literarios en Zacatecas, Toluca, Chihuahua, Oaxaca y Jalisco; fueron renovados los colegios de Puebla y Guanajuato.
 
En el Sureste del país se autorizó, en 1824, la creación de la Universidad Literaria de Yucatán, lo cual culminaría el largo y tortuoso proceso de solicitud iniciado por el obispado yucateco desde 1768 ante la Corona para que el Seminario Conciliar de San Ildefonso de Mérida, único centro de formación superior que existía en la provincia yucateca tras la expulsión de los jesuitas, alcanzara el rango de universidad.
 
Aunque Carlos III permitió el cambio desde 1778, no sería hasta 1821, prácticamente la víspera de la emancipación mexicana, que se ordenó la fundación de la Universidad de Mérida. La Universidad Literaria funcionó hasta 1861, año en que se fusiona con el Colegio Civil de Yucatán. Aparte de la Universidad Literaria se crearon en el estado, que entonces comprendía en una sola entidad a Yucatán y Campeche, el Liceo Filológico y Científico, en Campeche, 1824, el Instituto Literario de Mérida, en Yucatán, 1832, y la Academia Yucateca de Matemáticas, en Yucatán, 1832.

Como efecto de la reapertura de la Universidad de México en 1834 —con el nombre de Universidad Nacional Pontificia— el mismo año se ordenó la reapertura de la Universidad Nacional de Guadalajara. Al año siguiente se reinaugura la institución pero su desarrollo en esa etapa habría de transcurrir en el nuevo entorno centralista.
 
En 1835 abre la Facultad de Medicina en paralelo a la creación de la Academia de Ciencias Médicas de la misma ciudad. En 1939 toma el nombre de Universidad Literaria de Guadalajara, inicia con la Facultad de Medicina, y en 1939 agrega las facultades de Teología y Jurisprudencia. En 1846, con el retorno del federalismo, se determina la reapertura del Instituto de Ciencias de Jalisco y, por ende, la clausura de la universidad. Sin embargo, las dos instituciones (instituto y universidad) coexistirían hasta 1851 en que esta última es cerrada nuevamente.
 
Los ministro de educación de los gobiernos conservadores (Manuel Baranda, ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la Segunda República Central, 1843-1846, y Teodosio Lares, ministro de Relaciones Exteriores, Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, durante el Régimen Constitucional Centralista, 1853-1855) formularon sendos planes de organización educativa, en los cuales se establecía la convivencia entre la universidad y las escuelas profesionales a través de un principio de regulación, según el cual la universidad reconocería y expediría los títulos y grados de las escuelas profesionales.
 
La Segunda República federal (1846-1856) daría ocasión al surgimiento de otras instituciones con el mismo modelo, como es el caso del Instituto Científico y Literario de Toluca, el Colegio de San Nicolás, en Michoacán, y el ya citado Instituto de Ciencias de Jalisco. En la segunda mitad del siglo XIX el número de estas instituciones crecería notablemente.
 
Los gobiernos centralistas, no obstante, impulsaron nuevas vertientes de educación superior de carácter profesional. Así, en 1845 se funda la Escuela de Comercio y Administración sostenida por el Tribunal de Comercio, que en 1867 se transforma en la Academia Comercial de los Economistas e Industriales de México, y en 1853 se decreta que las Escuelas de Veterinaria y Agricultura constituyan el Colegio Nacional de Agricultura.
 
Además, en 1856 se decreta el establecimiento de la Escuela Industrial de Artes y Oficios, antecedente importante de la formación superior en disciplinas tecnológicas. En 1853, a instancias del ministro de López de Santa Anna en el ramo de Fomento, Joaquín Velázquez de León, se creó la Escuela Nacional de Agricultura, a la cual se le asignó como sede el Antiguo Convento de San Jacinto y abrió sus puertas en 1854.
 
En 1857, año crítico en la historia del país, existían además de las universidades de México, Guadalajara y Yucatán, un grupo de establecimientos donde se llevaban a cabo actividades de enseñanza superior o de investigación en diferentes disciplinas.
 
Cabe mencionar que los seminarios conciliares, la Academia de Prácticas de Minería, los colegios de Minería, las escuelas de Medicina, la Escuela de Agricultura, la Sociedad Matemática, la Academia de Historia, la Academia de Ciencias y Literatura, los jardines botánicos y museos, la Academia de Idioma, el Anfiteatro de Cirugía y la Sociedad de Geografía y Estadística, sin olvidar el grupo o de institutos científicos y literarios desarrollados en el interior del país.
 
En 1859 se decretó la creación, en el estado de Nuevo León, del Colegio Civil de Nuevo León, al cual le fue incorporada la Escuela de Jurisprudencia, fundada en 1824 y la de Medicina, abierta en 1859. El mismo año, en el estado de Tamaulipas, abrió sus puertas el Instituto Literario de San Juan, en la ciudad de Matamoros.
 
En 1861, tras el triunfo de la causa liberal, fue declarado Benito Juárez presidente constitucional por el Congreso. Juárez nombró a Ignacio Ramírez ministro de Justicia e Instrucción Pública quien, en abril del mismo año, promulgó un decreto de reorganización de la educación nacional. En la ley de 1861 se suprimía una vez más la universidad y en su lugar se decretaba el establecimiento de escuelas profesionales.
 
En el periodo del imperio de Maximiliano (1864-1867) hubo intentos para apoyar la educación, la ciencia y la cultura. Cierto es que las ideas liberales del emperador se contrapunteaban con la ideología conservadora que lo sostenía en el poder.
 
Sin embargo, algunas iniciativas alcanzaron a concretarse. Destaca en particular la atención que dedicara a restaurar el Museo Nacional a través de su reubicación y reorganización.
 
En 1865 Maximiliano notificó a Francisco Artigas, ministro de Instrucción Pública y Cultos, la decisión de establecer en Palacio Nacional un Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia, formando parte de éste una biblioteca en la cual se reunían los libros ya existentes que pertenecieron a la universidad y a los extintos conventos. Maximiliano procuró la fundación de una Academia Imperial de Ciencias y Literatura, que estableció en 1865.
 
Alternativas en la República restaurada (1861-1876) y el porfiriato (1876-1911)
 
En 1867, al restablecer la República, el presidente Juárez se dio a la tarea de recuperar el control de parte del Estado sobre la organización educativa en su totalidad.
 
El 2 de diciembre de ese año se promulgó la Ley Orgánica de Instrucción Pública del Distrito Federal, en la cual, además de las normas correspondientes a la enseñanza elemental y la educación media y normal, se decretó la instauración de los siguientes centros de enseñanza superior:
 
Escuela de Medicina, Cirugía y Farmacia, Escuela Especial de Ingenieros, Escuela de Agricultura y Veterinaria, Escuela de Naturalistas.
 
Del mismo modo se establecieron la Academia Nacional de Ciencias y el Observatorio Astronómico, y fueron reorganizados el Jardín Botánico, la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional.
 
El capítulo IV de esta ley (artículos 42 a 52) trata de la Academia de Ciencias y Artes; la lectura de sus objetivos recuerda el propósito que constituyó el Instituto de Ciencias Literatura y Artes en 1826. En efecto, la Academia tendría como funciones “...fomentar el cultivo y adelantamiento de estos ramos; servir de cuerpo facultativo para el gobierno; reunir objetos científicos y literarios, principalmente los del país, para formar colecciones nacionales; establecer concursos y adjudicar los premios correspondientes; establecer publicaciones periódicas, útiles a las ciencias, arte, literatura y hacer publicaciones, aunque no sean periódicas, de obras interesantes, principalmente de las nacionales”.
 
También en 1867 se fundó la Escuela Nacional Preparatoria (ENP), institución que representaría un ámbito formativo e intelectual de primer orden en la refundación universitaria del siglo XX. La ENP reconoce como precedente el Colegio Jesuita de San Ildefonso, aunque en éste no se impartían clases, sino que funcionaba como residencia de estudiantes que cursaban asignaturas, ya sea en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo (también jesuita) o bien en la Real Universidad.
 
Tras la expulsión de los jesuitas se instaló el Real Colegio y Seminario de San Pedro y San Pablo y San Ildefonso. Se reafirmó el patronato real, se otorgó jurisdicción al credo secular, y se instalaron las cátedras de estudios Mínimos y Menores, Medianos, Mayores y Retórica, Filosofía, Teología, Cánones y Leyes.
 
Esa segunda etapa terminó en 1815 con el retorno de los jesuitas a México, quienes permanecerían sólo cinco años más al frente del colegio. A partir de la Independencia la institución tomaría el nombre de Nacional y más Antiguo Colegio de San Ildefonso.
 
En la época en que el rector Sebastián Lerdo de Tejada, más adelante presidente de México, encabezó la institución (1862-1863) ésta se dividía en tres secciones: Estudios Preparatorios (antecedente inmediato de la institución reformada); Cursos de Teórica de Jurisprudencia (que daría lugar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia a partir de 1868), y Carrera de Ciencias Eclesiásticas (que sería retomada, con otra denominación, en la Pontificia Universidad Mexicana fundada en 1895).
 
En su última etapa, coincidente con el imperio de Maximiliano, el colegio entró en declive aunque, cabe apuntar, en esa época se suprimió la carrera de Ciencias Eclesiásticas.
 
Para establecer la escuela preparatoria, prevista en la Ley Orgánica de 1867, se procedió, en primera instancia, a la reanudación de cursos con el antiguo plan y se encomendó a Antonio Tagle una dirección provisional. Pero, con el fin de concretar una reforma integral, se instruyó a Gabino Barreda a preparar el nuevo programa.
 
La ENP, con Barreda al frente, inauguró su nuevo programa en febrero de 1868. El primer cambio importante era de magnitud. De los aproximadamente 200 estudiantes que albergaba el colegio en ese entonces se pasó a más de 800, en virtud de que la norma establecía a la ENP como la sede nacional de estudios secundarios y de bachillerato.
 
El plan de estudios original tenía el enfoque de un bachillerato de estudios profesionales, los cuales serían realizados en las escuelas nacionales profesionales también previstas en la norma de 1867.
 
Así, el programa se articulaba en torno a cuatro áreas preparatorias: Abogacía; Medicina y Farmacia; Agricultura y Veterinaria, e Ingeniería, Arquitectura y Metalurgia. Para las tres primeras estaba previsto un lapso de estudios de cinco años, para la cuarta sólo cuatro años.
 
Poco después (1869) se optó por una estructura de tres áreas: Abogacía; Ingeniería, Arquitectura y Mineralogía, y Medicina, Farmacia, Agricultura y Veterinaria, todas ellas con cinco años de duración, lo cual, a juicio de O´Gorman (Justo Sierra y los orígenes de la Universidad de México, UNAM, 1950) perfilaba la uniformidad de los estudios preparatorios.
 
Con la dirección de Barreda, que se prolongaría hasta 1878, se impulsó en la ENP la educación positivista, que marcaría intelectualmente a toda una generación y que, incluso, se mantendría como el referente de las discusiones políticas de entonces y en los debates por venir.
 
Los años de la ENP hasta su incorporación en la Universidad Nacional de México de 1910, presenciaron importantes conflictos ideológicos en su seno.
 
Una de las primeras discusiones importantes giró en torno a la definición, desde el gobierno, tanto del plan de estudios como de la orientación educativa general de los estudios: el positivismo.
 
Liberales célebres como Manuel Dublán, Guillermo Prieto, Juan Palacios y el propio Justo Sierra confrontaban —por supuesto, contra la opinión de Barreda— la facultad del gobierno de imponer un solo criterio educativo y contraponían la necesaria pluralidad ideológica en una casa de estudios, cuya misión era preparar a los jóvenes para cursar estudios superiores.
 
No menos frontal, aunque menos influyente en el contexto, la crítica de los católicos, que veían en la nueva institución el foco del laicismo y el anticlericalismo del gobierno de Juárez.
 
Defensor del positivismo clásico, acaso dogmático —fue discípulo de Augusto Comte en París—, Barreda no tuvo, sin embargo, empacho en conciliar posiciones para hacer avanzar el proyecto preparatoriano.
 
La influencia educativa de la ENP sobre el resto de los colegios e institutos del país fue decisiva. Sin necesidad de una norma federal en este sentido, una a una estas instituciones fueron adoptando el plan de estudios preparatoriano, en alguna de sus variantes a lo largo de los más de cuarenta años que sobrevivió como escuela independiente, y no faltaron tampoco los colegios privados y religiosos que acercaron su elenco de asignaturas al planteado en el plan de estudios de la preparatoria nacional.
 
La crítica de la generación positivista no omitió referirse al contenido de la educación impartida en las escuelas de Medicina, Jurisprudencia e Ingeniería, ya fuera por las rémoras escolásticas que prevalecían, sobre todo en las dos primeras, o bien por el control que los gremios profesionales continuaban ejerciendo sobre éstas. Lo cierto es, sin embargo, que el brazo gubernamental poco hizo para modificar la situación.
 
De hecho, en los periodos presidenciales de Benito Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz, el proyecto educativo nacional fue conducido por dos grandes líneas de acción: la primera, la de conformar un sistema educativo nacional integrado, con la dirección y control del Estado; la segunda, la de ampliar en forma y contenido la enseñanza básica.
 
Por eso no es de extrañar la atención concedida al establecimiento de escuelas normales y a la organización de congresos pedagógicos enfocados, principalmente, a la reforma de la instrucción primaria.
 
Las reformas de los gobiernos liberales posteriores a 1867 acabaron por desplazar a la universidad del escenario educativo, más por omisión que a través de enfrentamiento.
 
Una parte de las instalaciones que ocupaba en el centro de la ciudad, a espaldas del Palacio Nacional, fueron cedidas a la sociedad filarmónica, el resto fue ocupado por el archivo del Ministerio de Fomento. Los libros de su biblioteca pasaron a formar parte del acervo de la Biblioteca Nacional.
 
Con la hegemonía ideológica del positivismo, las escuelas nacionales de Medicina, Jurisprudencia e Ingeniería fueron acremente criticadas. Sin embargo, continuaron en funciones, si bien con radicales modificaciones en sus planes de estudio y orientación curricular.
 
En tanto, en el interior del país la educación superior se desarrolló a través de los colegios civiles y los institutos científicos y literarios. Varios de estos establecimientos tenían como antecedente colegios religiosos, principalmente jesuitas, aunque la ruptura con el viejo régimen desaconsejaba continuidades explícitas.
 
A resultas de las leyes de desamortización de las propiedades eclesiásticas, algunos colegios religiosos se transformaron en civiles, pero otros institutos surgieron al amparo de las reformas legales de finales de la década de los sesenta.
 
De la época datan las siguientes instituciones: Ateneo Fuente (Saltillo, Coahuila, 1867); Colegio Civil de Aguascalientes (1867); Instituto Literario del Estado de Yucatán (1867); Instituto Científico de San Luis Potosí (1869); Instituto Literario del Estado de Hidalgo (1869); Instituto Literario del Estado de Guerrero (1869); Colegio Civil del Estado de Nuevo León (1870); Instituto Veracruzano (1870); Instituto Civil del Estado de Querétaro (1871); Instituto Literario del Estado de Morelos (1872); Colegio Rosales (Mazatlán, 1874); Colegio Civil de Querétaro (1876); Instituto Juárez de Tabasco (1879); Instituto Civil y Literario del Estado de Durango (1860); Instituto Literario del Estado de Chiapas (1877).
 
En la renovación de los colegios e institutos de enseñanza superior, la mayor parte de ellos es el antecedente inmediato de las universidades públicas de los estados, sobresale la introducción de formaciones de tipo tecnológico, principalmente las ingenierías, así como la implantación de algunas carreras de base científica, como químico, biólogo, matemático y geógrafo, entre otras.
 
Naturalmente prosigue en estas instituciones la formación de médicos, juristas, historiadores, filósofos y otras especialidades humanísticas asentadas desde la época colonial y se inicia una línea de desarrollo en las profesiones de administración y contabilidad.
 
En el porfiriato se apoyaron también las actividades de investigación científica a través del establecimiento de institutos y comisiones de estudio en diferentes campos de ciencia aplicada (como geología, astronomía, medicina, química, agricultura, geografía y estadística, etcétera).
 
Al respecto, es paradigmática la fundación, en 1898, del Instituto Patológico Nacional, que llegaría a estar al nivel de las mejores instituciones del mundo en su especialidad.
 
Si bien la existencia de las escuelas profesionales y de los establecimientos de investigación científica cumplía las funciones de un sistema educativo superior, la ausencia de la universidad preocupaba a algunos intelectuales.
 
En atención a estas preocupaciones, el entonces joven abogado Justo Sierra publicó un artículo en El Federalista el 30 de abril de 1875 en el cual decía:
“Desembarazado el Estado de todas las trabas que las restricciones de la libertad de enseñanza le imponen y que los acontecimientos escolares de estos últimos días han puesto de manifiesto... puede en libertad crear un sistema de enseñanza superior digno de nuestro porvenir. Puede hacer una cosa mejor, puede considerar la enseñanza superior como independiente, y esta es la verdadera clave de todo sistema definitivo de enseñanza libre. La creación de universidades libres subvencionadas por el Estado es la institución más trascendental de la Alemania. A ella debe este gran país toda su fuerza intelectual...” (Justo Sierra, Obras Completas, vol. VII, págs. 35-36).
Años después, en 1881, el propio Sierra, a la sazón diputado federal, encabezó una propuesta para establecer la Universidad Nacional, suscrita por las diputaciones de Aguascalientes, Veracruz, Puebla y Jalisco.
 
El proyecto de creación de la Universidad Nacional no se concretó entonces. Pero la historia daría a Sierra una segunda oportunidad.
 
Luego de tomar posesión del cargo de subsecretario de Instrucción Pública, en 1902, formó el Consejo Superior de Educación, en cuyo seno fueron repetidamente consideradas y debatidas sus iniciativas sobre la enseñanza superior hasta que, en el contexto políticamente favorable de las fiestas del Centenario de 1910, los dos proyectos de Sierra, la Universidad Nacional y la Escuela Nacional de Altos Estudios, recibieron el respaldo del dictador.
 
El presente texto se basa en el capítulo del autor sobre la trayectoria de la universidad mexicana preparado para la obra Pensadores y forjadores de la universidad latinoamericana, editada por Carmen García Guadilla, UNESCO-IESALC, 2008, págs. 333-378.

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