En modo alguno, los historiadores han omitido el estudio del siglo XIX
mexicano en los campos de la educación superior, la ciencia, la tecnología o las
corrientes de pensamiento asociadas a las alternativas políticas que fomentaron
u obstaculizaron el desarrollo de estos campos. Al contrario, es más bien
profusa la bibliografía y las fuentes primarias que permiten reconstruir el
periodo en el ámbito nacional, en los estados e, incluso, en el plano de las
instituciones y los sujetos que tomaron parte en el proceso de edificación del
sistema de educación superior e investigación científica del país.
¿Por qué entonces hablar de olvido? Porque en un terreno más pedestre, el del
imaginario social, aunque también en el discurso autorreferencial de las
instituciones universitarias, es común pensar la historia universitaria
segmentada en dos grandes etapas: el periodo colonial, en el cual la universidad
funciona como una suerte de aparato ideológico de los poderes de la Iglesia y la
Corona, y un periodo moderno que se abre con la reapertura de la Universidad
Nacional en 1910.
La supresión de la Real y Pontificia Universidad de México en el primer
tercio del siglo XIX es el hecho en que se apoya esa equivocada, aunque
frecuente, percepción de la historia. La universidad del virreinato fue, en efecto, combatida y al cabo suprimida
por los gobiernos liberales del diecinueve pero, ¿quiere eso decir que se
canceló por un siglo el desarrollo de la educación superior en México? Nada más
alejado de la realidad. Durante ese periodo fueron abundantes los esfuerzos de construcción
institucional y se sentaron las bases de un sistema nacional.
En este texto se ofrece una semblanza panorámica, obligadamente incompleta, de las principales tendencias que articularon la
universidad escolástica de cuño colonial y la moderna universidad mexicana, aún
en proceso de construcción.
Educación superior, ciencia y tecnología en la alternancia
liberal-conservadora (1810-1861)
Desde el inicio de la vida política
independiente, el Estado se preocupó, en la medida de sus posibilidades, por el
fomento de las actividades científicas y tecnológicas, así como por la difusión
del pensamiento ilustrado. Con fundamento en la Constitución federal de 1824 se creó el Instituto de
Ciencias, Literatura y Artes, que tuvo una vida efímera y en realidad sólo
estableció un precedente. También la Constitución del 24 estableció, entre las facultades exclusivas
del Congreso, la de promover la ilustración, asegurando por tiempo limitado
derechos exclusivos a los autores por sus respectivas obras, estableciendo
colegios de marina, artillería e ingeniería; erigiendo uno o más
establecimientos en que se enseñen las ciencias naturales y exactas, políticas y
morales, nobles artes y lenguas sin perjudicar la libertad que tienen las
legislaturas para el arreglo de la educación pública en sus respectivos
estados.
Al amparo de esa disposición varios institutos fueron creados en los estados
y comenzaron a funcionar de inmediato, como los de Oaxaca, Jalisco y Chihuahua,
fundados entre 1826 y 1827, el del Estado de México, en 1828, el Literario y
Científico Hidalguiano Tamaulipeco, en 1830, y el Literario de Zacatecas, en
1832. Más adelante los de Coahuila (1838) y Veracruz, en Jalapa, Córdoba y el
Puerto de Veracruz, entre 1843 y 1844.
Los institutos científicos y literarios constituyen el eslabón que concatena
las enseñanzas que se impartían en los colegios en el periodo colonial, con las
escuelas de formación profesional que en el siglo XX habrían de dar lugar a las
universidades públicas de los estados. En esos establecimientos se concentró la educación media, la enseñanza
superior y la instrucción profesional que, en el transcurso del siglo XIX, se
limitó prácticamente a los estudios de jurisprudencia, medicina e ingeniería, no
obstante que también se impulsaron otros aprendizajes de carácter científico y
técnico, como física, matemáticas, botánica, farmacia y química, y también de
bellas artes y artes aplicadas.
En el movimiento de promoción de la ciencia y las humanidades de ese momento
merecen ser mencionados otros tres grupos de instituciones que apuntalaron el
proceso de secularización y profesionalización del conocimiento: las academias
científicas, literarias y artísticas; los gabinetes y laboratorios, y la prensa
científica y literaria que floreció en el ocaso del virreinato y al inicio del
periodo independiente.
A la época corresponde también la fundación del Museo Nacional. En 1825,
Guadalupe Victoria envió un acuerdo al rector de la universidad ordenando que:
Con las antigüedades que se han traído desde la Isla de Sacrificios y otras que
existen en esta capital, se forme un Museo Nacional y que a este fin se destine
uno de los salones de la universidad, erogándose por cuenta del gobierno supremo
los gastos necesarios.
En 1830, con Anastasio Bustamante como presidente, fue promulgada una
Iniciativa para la Administración del Museo y Jardín Botánico. En ésta se
disponía la formación de un establecimiento científico que comprenda los tres
ramos que siguen: antigüedades, productos de industria; historia natural y
Jardín Botánico.
Pese a las iniciativas liberales de los primeros gobiernos independientes, la
universidad permaneció en funciones hasta 1833, en que por primera vez se
decretó su suspensión. En un bando del 21 de octubre de ese año se instruyó a la Dirección General
de Instrucción Pública a que clausurara la universidad por ser ésta "inútil,
irreformable y perniciosa."
En el periodo inicial de la vida independiente hay una suerte de convivencia entre la tradición universitaria, de corte eclesiástico, y los intentos modernizadores que buscaban la renovación de la enseñanza superior a través de la ciencia y el humanismo laico. De hecho, después de la Constitución de 1824 tuvieron lugar una serie de intentos gubernamentales encaminados a regular tal convivencia. Desde 1830 el ministro conservador Lucas Alamán propuso varias reformas a la enseñanza superior, en que se adjudicaban funciones especializadas a los establecimientos superiores existentes, de manera que el Seminario Conciliar ofrecería las ciencias eclesiásticas; San Ildefonso se encargaría del derecho, ciencias políticas y económicas y literatura clásica, suprimiéndose las comunes al Seminario; el Colegio de Minería se destinaba a las ciencias físicas y matemáticas; San Juan de Letrán a las médicas, y el Museo y Jardín Botánico a las ciencias naturales.
En el periodo inicial de la vida independiente hay una suerte de convivencia entre la tradición universitaria, de corte eclesiástico, y los intentos modernizadores que buscaban la renovación de la enseñanza superior a través de la ciencia y el humanismo laico. De hecho, después de la Constitución de 1824 tuvieron lugar una serie de intentos gubernamentales encaminados a regular tal convivencia. Desde 1830 el ministro conservador Lucas Alamán propuso varias reformas a la enseñanza superior, en que se adjudicaban funciones especializadas a los establecimientos superiores existentes, de manera que el Seminario Conciliar ofrecería las ciencias eclesiásticas; San Ildefonso se encargaría del derecho, ciencias políticas y económicas y literatura clásica, suprimiéndose las comunes al Seminario; el Colegio de Minería se destinaba a las ciencias físicas y matemáticas; San Juan de Letrán a las médicas, y el Museo y Jardín Botánico a las ciencias naturales.
En la propuesta de Alamán se dejaban sin modificación las cátedras que
impartía la universidad. Aunque el proyecto no fue aplicado por oposición de las
cámaras y de los propios colegios, ilustra bien la posición de los gobiernos
conservadores y centralistas. La reforma de Mora en 1833, en el marco del gobierno liberal de Gómez Farías
(1833-1834), estableció la Dirección General de Instrucción Pública para el
Distrito y territorios de la Federación, primer organismo en el cual se concretó
la idea de una coordinación general de los establecimientos educativos del país,
idea que habrá de recorrer el siglo XIX mexicano en materia de organización
educativa.
La reforma creó en la capital federal seis establecimientos educativos:
estudios preparatorios (que se impartirían en el Hospital de Jesús); estudios
ideológicos y humanidades; estudios físicos y matemáticos; estudios médicos;
estudios de jurisprudencia y estudios sagrados.
No obstante, un año después, Antonio López de Santa Anna restituyó las
facultades a la universidad y los colegios, y suspendió la fundación de los
nuevos planteles, entre los cuales sólo el Establecimiento de Ciencias Médicas
logró sobrevivir. El mismo año se fundó el Instituto Nacional de Geografía y Estadística de la
República Mexicana, constituido a instancias de José Gómez de la Cortina, que lo
presidió en su origen. En 1839 se inició la publicación de un Boletín, el primero en América en su
género. El instituto se encargó en sus primeros tiempos de las tareas de
registro censal y de cartografía indispensables para el conocimiento de la
población y el territorio; al poco tiempo se constituyó como una sociedad
científica, con el título de Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
La Biblioteca Nacional data también de 1833, pero desde entonces y hasta la
presidencia de Juárez tuvo una vida muy precaria. En realidad, la institución fue vuelta a fundar por Ignacio Ramírez, ministro
de Juárez, al término de las guerras de Reforma, y su principal acervo se
constituyó sobre la base de los libros incautados a los conventos, iglesias,
seminarios, y a la propia universidad.
En la Primera República federal (1824-1835) se crearon institutos científicos
y literarios en Zacatecas, Toluca, Chihuahua, Oaxaca y Jalisco; fueron renovados
los colegios de Puebla y Guanajuato.
En el Sureste del país se autorizó, en 1824, la creación de la Universidad
Literaria de Yucatán, lo cual culminaría el largo y tortuoso proceso de
solicitud iniciado por el obispado yucateco desde 1768 ante la Corona para que
el Seminario Conciliar de San Ildefonso de Mérida, único centro de formación
superior que existía en la provincia yucateca tras la expulsión de los jesuitas,
alcanzara el rango de universidad.
Aunque Carlos III permitió el cambio desde 1778, no sería hasta 1821,
prácticamente la víspera de la emancipación mexicana, que se ordenó la fundación
de la Universidad de Mérida. La Universidad Literaria funcionó hasta 1861, año
en que se fusiona con el Colegio Civil de Yucatán. Aparte de la Universidad Literaria se crearon en el estado, que entonces
comprendía en una sola entidad a Yucatán y Campeche, el Liceo Filológico y
Científico, en Campeche, 1824, el Instituto Literario de Mérida, en Yucatán,
1832, y la Academia Yucateca de Matemáticas, en Yucatán, 1832.
Como efecto de la reapertura de la Universidad de México en 1834 con el nombre de Universidad Nacional Pontificia el mismo año se ordenó la reapertura de la Universidad Nacional de Guadalajara. Al año siguiente se reinaugura la institución pero su desarrollo en esa etapa habría de transcurrir en el nuevo entorno centralista.
Como efecto de la reapertura de la Universidad de México en 1834 con el nombre de Universidad Nacional Pontificia el mismo año se ordenó la reapertura de la Universidad Nacional de Guadalajara. Al año siguiente se reinaugura la institución pero su desarrollo en esa etapa habría de transcurrir en el nuevo entorno centralista.
En 1835 abre la Facultad de Medicina en paralelo a la creación de la Academia
de Ciencias Médicas de la misma ciudad. En 1939 toma el nombre de Universidad
Literaria de Guadalajara, inicia con la Facultad de Medicina, y en 1939 agrega
las facultades de Teología y Jurisprudencia. En 1846, con el retorno del
federalismo, se determina la reapertura del Instituto de Ciencias de Jalisco y,
por ende, la clausura de la universidad. Sin embargo, las dos instituciones (instituto y universidad) coexistirían
hasta 1851 en que esta última es cerrada nuevamente.
Los ministro de educación de los gobiernos conservadores (Manuel Baranda,
ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la Segunda República Central,
1843-1846, y Teodosio Lares, ministro de Relaciones Exteriores, Justicia,
Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, durante el Régimen Constitucional
Centralista, 1853-1855) formularon sendos planes de organización educativa, en
los cuales se establecía la convivencia entre la universidad y las escuelas
profesionales a través de un principio de regulación, según el cual la
universidad reconocería y expediría los títulos y grados de las escuelas
profesionales.
La Segunda República federal (1846-1856) daría ocasión al surgimiento de
otras instituciones con el mismo modelo, como es el caso del Instituto
Científico y Literario de Toluca, el Colegio de San Nicolás, en Michoacán, y el
ya citado Instituto de Ciencias de Jalisco. En la segunda mitad del siglo XIX el
número de estas instituciones crecería notablemente.
Los gobiernos centralistas, no obstante, impulsaron nuevas vertientes de
educación superior de carácter profesional. Así, en 1845 se funda la Escuela de
Comercio y Administración sostenida por el Tribunal de Comercio, que en 1867 se
transforma en la Academia Comercial de los Economistas e Industriales de México,
y en 1853 se decreta que las Escuelas de Veterinaria y Agricultura constituyan
el Colegio Nacional de Agricultura.
Además, en 1856 se decreta el establecimiento de la Escuela Industrial de
Artes y Oficios, antecedente importante de la formación superior en disciplinas
tecnológicas. En 1853, a instancias del ministro de López de Santa Anna en el
ramo de Fomento, Joaquín Velázquez de León, se creó la Escuela Nacional de
Agricultura, a la cual se le asignó como sede el Antiguo Convento de San Jacinto
y abrió sus puertas en 1854.
En 1857, año crítico en la historia del país, existían además de las
universidades de México, Guadalajara y Yucatán, un grupo de establecimientos
donde se llevaban a cabo actividades de enseñanza superior o de investigación en
diferentes disciplinas.
Cabe mencionar que los seminarios conciliares, la Academia de Prácticas de
Minería, los colegios de Minería, las escuelas de Medicina, la Escuela de
Agricultura, la Sociedad Matemática, la Academia de Historia, la Academia de
Ciencias y Literatura, los jardines botánicos y museos, la Academia de Idioma,
el Anfiteatro de Cirugía y la Sociedad de Geografía y Estadística, sin olvidar
el grupo o de institutos científicos y literarios desarrollados en el interior
del país.
En 1859 se decretó la creación, en el estado de Nuevo León, del Colegio Civil
de Nuevo León, al cual le fue incorporada la Escuela de Jurisprudencia, fundada
en 1824 y la de Medicina, abierta en 1859. El mismo año, en el estado de
Tamaulipas, abrió sus puertas el Instituto Literario de San Juan, en la ciudad
de Matamoros.
En 1861, tras el triunfo de la causa liberal, fue declarado Benito Juárez
presidente constitucional por el Congreso. Juárez nombró a Ignacio Ramírez
ministro de Justicia e Instrucción Pública quien, en abril del mismo año,
promulgó un decreto de reorganización de la educación nacional. En la ley de
1861 se suprimía una vez más la universidad y en su lugar se decretaba el
establecimiento de escuelas profesionales.
En el periodo del imperio de Maximiliano (1864-1867) hubo intentos para
apoyar la educación, la ciencia y la cultura. Cierto es que las ideas liberales
del emperador se contrapunteaban con la ideología conservadora que lo sostenía
en el poder.
Sin embargo, algunas iniciativas alcanzaron a concretarse. Destaca en
particular la atención que dedicara a restaurar el Museo Nacional a través de su
reubicación y reorganización.
En 1865 Maximiliano notificó a Francisco Artigas, ministro de Instrucción
Pública y Cultos, la decisión de establecer en Palacio Nacional un Museo Público
de Historia Natural, Arqueología e Historia, formando parte de éste una
biblioteca en la cual se reunían los libros ya existentes que pertenecieron a la
universidad y a los extintos conventos. Maximiliano procuró la fundación de una
Academia Imperial de Ciencias y Literatura, que estableció en 1865.
Alternativas en la República restaurada (1861-1876) y el porfiriato
(1876-1911)
En 1867, al restablecer la República, el presidente Juárez se dio a
la tarea de recuperar el control de parte del Estado sobre la organización
educativa en su totalidad.
El 2 de diciembre de ese año se promulgó la Ley Orgánica de Instrucción
Pública del Distrito Federal, en la cual, además de las normas correspondientes
a la enseñanza elemental y la educación media y normal, se decretó la
instauración de los siguientes centros de enseñanza superior:
Escuela de Medicina, Cirugía y Farmacia, Escuela Especial de Ingenieros,
Escuela de Agricultura y Veterinaria, Escuela de Naturalistas.
Del mismo modo se establecieron la Academia Nacional de Ciencias y el
Observatorio Astronómico, y fueron reorganizados el Jardín Botánico, la
Biblioteca Nacional y el Museo Nacional.
El capítulo IV de esta ley (artículos 42 a 52) trata de la Academia de
Ciencias y Artes; la lectura de sus objetivos recuerda el propósito que
constituyó el Instituto de Ciencias Literatura y Artes en 1826. En efecto, la Academia tendría como funciones ...fomentar el cultivo y
adelantamiento de estos ramos; servir de cuerpo facultativo para el gobierno;
reunir objetos científicos y literarios, principalmente los del país, para
formar colecciones nacionales; establecer concursos y adjudicar los premios
correspondientes; establecer publicaciones periódicas, útiles a las ciencias,
arte, literatura y hacer publicaciones, aunque no sean periódicas, de obras
interesantes, principalmente de las nacionales.
También en 1867 se fundó la Escuela Nacional Preparatoria (ENP), institución
que representaría un ámbito formativo e intelectual de primer orden en la
refundación universitaria del siglo XX. La ENP reconoce como precedente el Colegio Jesuita de San Ildefonso, aunque
en éste no se impartían clases, sino que funcionaba como residencia de
estudiantes que cursaban asignaturas, ya sea en el Colegio Máximo de San Pedro y
San Pablo (también jesuita) o bien en la Real Universidad.
Tras la expulsión de los jesuitas se instaló el Real Colegio y Seminario de
San Pedro y San Pablo y San Ildefonso. Se reafirmó el patronato real, se otorgó
jurisdicción al credo secular, y se instalaron las cátedras de estudios Mínimos
y Menores, Medianos, Mayores y Retórica, Filosofía, Teología, Cánones y Leyes.
Esa segunda etapa terminó en 1815 con el retorno de los jesuitas a México,
quienes permanecerían sólo cinco años más al frente del colegio. A partir de la
Independencia la institución tomaría el nombre de Nacional y más Antiguo Colegio
de San Ildefonso.
En la época en que el rector Sebastián Lerdo de Tejada, más adelante
presidente de México, encabezó la institución (1862-1863) ésta se dividía en
tres secciones: Estudios Preparatorios (antecedente inmediato de la institución
reformada); Cursos de Teórica de Jurisprudencia (que daría lugar a la Escuela
Nacional de Jurisprudencia a partir de 1868), y Carrera de Ciencias
Eclesiásticas (que sería retomada, con otra denominación, en la Pontificia
Universidad Mexicana fundada en 1895).
En su última etapa, coincidente con el imperio de Maximiliano, el colegio
entró en declive aunque, cabe apuntar, en esa época se suprimió la carrera de
Ciencias Eclesiásticas.
Para establecer la escuela preparatoria, prevista en la Ley Orgánica de 1867,
se procedió, en primera instancia, a la reanudación de cursos con el antiguo
plan y se encomendó a Antonio Tagle una dirección provisional. Pero, con el fin
de concretar una reforma integral, se instruyó a Gabino Barreda a preparar el
nuevo programa.
La ENP, con Barreda al frente, inauguró su nuevo programa en febrero de 1868.
El primer cambio importante era de magnitud. De los aproximadamente 200
estudiantes que albergaba el colegio en ese entonces se pasó a más de 800, en
virtud de que la norma establecía a la ENP como la sede nacional de estudios
secundarios y de bachillerato.
El plan de estudios original tenía el enfoque de un bachillerato de estudios
profesionales, los cuales serían realizados en las escuelas nacionales
profesionales también previstas en la norma de 1867.
Así, el programa se articulaba en torno a cuatro áreas preparatorias:
Abogacía; Medicina y Farmacia; Agricultura y Veterinaria, e Ingeniería,
Arquitectura y Metalurgia. Para las tres primeras estaba previsto un lapso de
estudios de cinco años, para la cuarta sólo cuatro años.
Poco después (1869) se optó por una estructura de tres áreas: Abogacía;
Ingeniería, Arquitectura y Mineralogía, y Medicina, Farmacia, Agricultura y
Veterinaria, todas ellas con cinco años de duración, lo cual, a juicio de
O´Gorman (Justo Sierra y los orígenes de la Universidad de México, UNAM, 1950)
perfilaba la uniformidad de los estudios preparatorios.
Con la dirección de Barreda, que se prolongaría hasta 1878, se impulsó en la
ENP la educación positivista, que marcaría intelectualmente a toda una
generación y que, incluso, se mantendría como el referente de las discusiones
políticas de entonces y en los debates por venir.
Los años de la ENP hasta su incorporación en la Universidad Nacional de
México de 1910, presenciaron importantes conflictos ideológicos en su seno.
Una de las primeras discusiones importantes giró en torno a la definición,
desde el gobierno, tanto del plan de estudios como de la orientación educativa
general de los estudios: el positivismo.
Liberales célebres como Manuel Dublán, Guillermo Prieto, Juan Palacios y el
propio Justo Sierra confrontaban por supuesto, contra la opinión de Barreda la
facultad del gobierno de imponer un solo criterio educativo y contraponían la
necesaria pluralidad ideológica en una casa de estudios, cuya misión era
preparar a los jóvenes para cursar estudios superiores.
No menos frontal, aunque menos influyente en el contexto, la crítica de los
católicos, que veían en la nueva institución el foco del laicismo y el
anticlericalismo del gobierno de Juárez.
Defensor del positivismo clásico, acaso dogmático fue discípulo de Augusto
Comte en París, Barreda no tuvo, sin embargo, empacho en conciliar posiciones
para hacer avanzar el proyecto preparatoriano.
La influencia educativa de la ENP sobre el resto de los colegios e institutos
del país fue decisiva. Sin necesidad de una norma federal en este sentido, una a
una estas instituciones fueron adoptando el plan de estudios preparatoriano, en
alguna de sus variantes a lo largo de los más de cuarenta años que sobrevivió
como escuela independiente, y no faltaron tampoco los colegios privados y
religiosos que acercaron su elenco de asignaturas al planteado en el plan de
estudios de la preparatoria nacional.
La crítica de la generación positivista no omitió referirse al contenido de
la educación impartida en las escuelas de Medicina, Jurisprudencia e Ingeniería,
ya fuera por las rémoras escolásticas que prevalecían, sobre todo en las dos
primeras, o bien por el control que los gremios profesionales continuaban
ejerciendo sobre éstas. Lo cierto es, sin embargo, que el brazo gubernamental
poco hizo para modificar la situación.
De hecho, en los periodos presidenciales de Benito Juárez, Lerdo de Tejada y
Porfirio Díaz, el proyecto educativo nacional fue conducido por dos grandes
líneas de acción: la primera, la de conformar un sistema educativo nacional
integrado, con la dirección y control del Estado; la segunda, la de ampliar en
forma y contenido la enseñanza básica.
Por eso no es de extrañar la atención concedida al establecimiento de
escuelas normales y a la organización de congresos pedagógicos enfocados,
principalmente, a la reforma de la instrucción primaria.
Las reformas de los gobiernos liberales posteriores a 1867 acabaron por
desplazar a la universidad del escenario educativo, más por omisión que a través
de enfrentamiento.
Una parte de las instalaciones que ocupaba en el centro de la ciudad, a
espaldas del Palacio Nacional, fueron cedidas a la sociedad filarmónica, el
resto fue ocupado por el archivo del Ministerio de Fomento. Los libros de su
biblioteca pasaron a formar parte del acervo de la Biblioteca Nacional.
Con la hegemonía ideológica del positivismo, las escuelas nacionales de
Medicina, Jurisprudencia e Ingeniería fueron acremente criticadas. Sin embargo,
continuaron en funciones, si bien con radicales modificaciones en sus planes de
estudio y orientación curricular.
En tanto, en el interior del país la educación superior se desarrolló a
través de los colegios civiles y los institutos científicos y literarios. Varios
de estos establecimientos tenían como antecedente colegios religiosos,
principalmente jesuitas, aunque la ruptura con el viejo régimen desaconsejaba
continuidades explícitas.
A resultas de las leyes de desamortización de las propiedades eclesiásticas,
algunos colegios religiosos se transformaron en civiles, pero otros institutos
surgieron al amparo de las reformas legales de finales de la década de los
sesenta.
De la época datan las siguientes instituciones: Ateneo Fuente (Saltillo,
Coahuila, 1867); Colegio Civil de Aguascalientes (1867); Instituto Literario del
Estado de Yucatán (1867); Instituto Científico de San Luis Potosí (1869);
Instituto Literario del Estado de Hidalgo (1869); Instituto Literario del Estado
de Guerrero (1869); Colegio Civil del Estado de Nuevo León (1870); Instituto
Veracruzano (1870); Instituto Civil del Estado de Querétaro (1871); Instituto
Literario del Estado de Morelos (1872); Colegio Rosales (Mazatlán, 1874);
Colegio Civil de Querétaro (1876); Instituto Juárez de Tabasco (1879); Instituto
Civil y Literario del Estado de Durango (1860); Instituto Literario del Estado
de Chiapas (1877).
En la renovación de los colegios e institutos de enseñanza superior, la mayor
parte de ellos es el antecedente inmediato de las universidades públicas de los
estados, sobresale la introducción de formaciones de tipo tecnológico,
principalmente las ingenierías, así como la implantación de algunas carreras de
base científica, como químico, biólogo, matemático y geógrafo, entre otras.
Naturalmente prosigue en estas instituciones la formación de médicos,
juristas, historiadores, filósofos y otras especialidades humanísticas asentadas
desde la época colonial y se inicia una línea de desarrollo en las profesiones
de administración y contabilidad.
En el porfiriato se apoyaron también las actividades de investigación
científica a través del establecimiento de institutos y comisiones de estudio en
diferentes campos de ciencia aplicada (como geología, astronomía, medicina,
química, agricultura, geografía y estadística, etcétera).
Al respecto, es paradigmática la fundación, en 1898, del Instituto Patológico
Nacional, que llegaría a estar al nivel de las mejores instituciones del mundo
en su especialidad.
Si bien la existencia de las escuelas profesionales y de los establecimientos
de investigación científica cumplía las funciones de un sistema educativo
superior, la ausencia de la universidad preocupaba a algunos intelectuales.
En atención a estas preocupaciones, el entonces joven abogado Justo Sierra
publicó un artículo en El Federalista el 30 de abril de 1875 en el cual decía:
Desembarazado el Estado de todas las trabas que las restricciones de la libertad de enseñanza le imponen y que los acontecimientos escolares de estos últimos días han puesto de manifiesto... puede en libertad crear un sistema de enseñanza superior digno de nuestro porvenir. Puede hacer una cosa mejor, puede considerar la enseñanza superior como independiente, y esta es la verdadera clave de todo sistema definitivo de enseñanza libre. La creación de universidades libres subvencionadas por el Estado es la institución más trascendental de la Alemania. A ella debe este gran país toda su fuerza intelectual... (Justo Sierra, Obras Completas, vol. VII, págs. 35-36).
Años después, en 1881, el propio Sierra, a la sazón diputado federal,
encabezó una propuesta para establecer la Universidad Nacional, suscrita por las
diputaciones de Aguascalientes, Veracruz, Puebla y Jalisco.
El proyecto de creación de la Universidad Nacional no se concretó entonces.
Pero la historia daría a Sierra una segunda oportunidad.
Luego de tomar posesión del cargo de subsecretario de Instrucción Pública, en
1902, formó el Consejo Superior de Educación, en cuyo seno fueron repetidamente
consideradas y debatidas sus iniciativas sobre la enseñanza superior hasta que,
en el contexto políticamente favorable de las fiestas del Centenario de 1910,
los dos proyectos de Sierra, la Universidad Nacional y la Escuela Nacional de
Altos Estudios, recibieron el respaldo del dictador.
El presente texto se basa en el capítulo del autor sobre la trayectoria de la
universidad mexicana preparado para la obra Pensadores y forjadores de la
universidad latinoamericana, editada por Carmen García Guadilla, UNESCO-IESALC,
2008, págs. 333-378.